jueves, 12 de septiembre de 2013

BiciRelatos: "Los Metemano"

Los “Metemano”

Ya son casi las tres de la tarde y estoy llevándome a la boca el último bocado de mi plato de arroz con pescado frito. Es un viernes precioso, como todos los viernes cuando eres escolar.

—¿Ya terminaste? Lava tu plato y quítate el uniforme si piensas salir con la bicicleta. Lo tengo que lavar. —gritó mi mamá desde la sala—

—Ya —respondí con la boca llena—

Lavé mi plato sin quitarle la mirada al reloj de pared. A las tres y media llega Ayma, que en verdad se llama Francisco pero en su casa le dicen Pancho y a veces se me escapa y lo llamo por su apellido (Ayma), como en el colegio. ¿Qué estúpida forma de educarnos, no? Como si todos, de grandes, vayamos a ser empleados de ministerio público o algo así. Pero bueno, el asunto es que Pancho no vive en Magdalena, vive en Pueblo Libre y los viernes se baja del micro conmigo en el mismo paradero al final de la avenida Brasil para almorzar en la casa de su abuela donde también está su bicicleta. Es una bicicleta de carrera, azul, enorme. Y más enorme para Pancho, porque es de los más pequeños de la promoción. Es graciosísimo, para subirse necesita alguna clase de ayuda. Puede ser un hidrante de agua para los bomberos, algún murito donde van los nombres de las calles, el filo de alguna jardinera, en fin, siempre se las ingenia para subirse a su nave.

Corro a mi cuarto para cambiarme. Lo de siempre, mi bermuda azul y el primer polo que encuentre. El uniforme a la ropa sucia y lo más importante: la bicicleta.

Pero antes de salir, la importantísima revisión técnica. Es que con una bicicleta como la mía siempre es necesario. Les explico por qué. No sé si se acordarán, pero en la década de los ochentas, la marca Míster lanzó una línea de bicicletas “motocicletas”. Sí, era increíble. Me la regalaron en la navidad del ochenta y cinco, y como yo tenía cinco años le tuvieron que poner rueditas laterales. La verdad es que era una bicicleta bien pesada para un niño de cinco años. Soñaba con llegar a los pedales y aprender a montarla. A esa edad me contentaba con que mi hermana me empujara a lo largo de toda la quinta y así no tenía que pedalear. Es más, mis pies los colocaba en el tanque de gasolina y sólo tenía que sujetar el timón. ¿Tanque de gasolina? —se preguntarán— Sí, amarillo, de plástico y con tapa de color negro. ¡Y no se rían de los amortiguadores! Dos adelante y dos atrás. Una joya de la ingeniería.

Ahora yo, convertido en un eximio ciclista de doce años, tenía que encargarme de hacer los ajustes necesarios antes de cada salida. Recordemos que nuestra querida ciudad siempre ha estado en una competencia constante con la Luna para ver cuál de las dos tiene la mayor cantidad de cráteres.

Llave en mano, ajustaba los pernos necesarios, verificaba la cadena, alineaba la llanta delantera con el timón y con un pequeño inflador de mano dejaba las llantas con la cantidad exacta de aire. Ni muy duras, ni muy blandas. Todo un profesional. Ah, me olvidaba, el tanque de gasolina lo saqué hace casi un año. ¿Se imaginan a un muchachón de doce años montando una bicicleta con un tanque de gasolina de mentiritas?

Qué ridículo.

Escucho la puerta de Peter, el tercer integrante de la pequeña pandilla. Es curioso, pero cuando creces en una quinta aprendes a reconocer a la gente y a las casas por sus sonidos. Los tacos de la señora Emilia, toc, toc, toróc, toc, toc, toróc, la tos del abuelo de Gaby, el llavero del señor Torres, el sonido especial de mi papá cerrando la reja de la quinta cuando llegaba del trabajo…

Corro a mi azotea para asomarme cual centinela de guardia sólo para cerciorarme. Veo pasar a Peter a toda velocidad por la pista. Peter vive en una de las dos casas principales de la quinta, las que dan para la calle, son más grandes y de largo ocupan el ancho de una casa y media hacia el interior de la quinta donde sólo tienen sus puertas falsas.

Vuelvo a ver a Peter pasar a toda velocidad, sonrío de oreja a oreja. Ya es hora de salir. Peter tiene una BMX, así le dice él, se la mandó su papá el verano pasado desde Estados Unidos. Es negra con rayos blancos que no son de metal como los míos y como los de la bicicleta de Pancho, son tres rayos de un plástico durísimo por cada rueda y parecen aspas de una turbina de avión. Y, a diferencia de Pancho, la bicicleta le queda chica, pero Peter dice que en California las usan así, para saltar más en las rampas y poder hacer las maniobras. Casi nunca usa el asiento, va de pie, encorvado sobre los pedales.

—No vengas muy tarde, maneja con cuidado, fíjate bien cuando cruces pistas…

—Ya, mamá.

Doy tres pedaleadas y llego hasta la reja de la quinta, Peter está sentado en el murito de su jardín. Su bicicleta está echada en la vereda y con la llanta trasera girando.

—¿Y Pancho? —pregunto—

—Ahí está —me responde mirando a Pancho que está a media cuadra—

—¡Cuidado! ¡Arrimen esa bicicleta!

Pancho va preparando el tren de aterrizaje: sus piernas. Peter, con una rápida maniobra levanta su bici cediéndole el paso a Pancho para que pueda colocar su pierna izquierda en el murito y poder frenar. Sonríe y nos saluda sin bajarse de la bicicleta. Aún lleva el pantalón del uniforme y la camisa blanca afuera.

—Ya estamos. ¿Qué tal si jugamos a meter mano?

Pancho empezó a reír. Yo no sabía qué decir, entre la decisión de Peter y la tácita aceptación de Pancho.
—Pero no pues… cómo que meter mano…

—Ya pues Chubi, —así me llamaba Peter en alusión a una marca de caramelos; decía que mi cabeza parecía uno de ellos— es bravazo, podemos meterle la mano a las empleadas, a las escolares…

Peter que era algo así como el líder del grupo, siempre proponía algo para hacer.
—¿Y si nos agarran?
—No pues, nos vamos al otro lado de la avenida Brasil… Ahí es tranquilazo y a esta hora las empleadas salen a comprar el pan.

—¡Vamos! —dijo Pancho—.

—No valen chibolitas ni viejitas. El que agarre más culos gana. Un punto por culo.

Peter subió de un salto a su bicicleta; Pancho, de pie en el murito de la jardinera le dio vuelta a su tranvía para luego arrancar. Las posiciones eran así: Peter adelante, por ser el más veloz marcaba la ruta y nos alertaba ante cualquier situación; Pancho, el más inestable, iba al medio. Si se caía o necesitaba algún tipo de apoyo físico tenía alguien que le diera una mano. Luego estaba yo, al final. Pero no era por otra cosa que por lento. Si bien mi bicicleta era rápida, era incapaz de competir contra las otras bicicletas en el momento de partir, era tan pesada como una locomotora. Pero no me incomodaba para nada, desde ese lugar controlaba todo el espacio visual del grupo y no tenía que andar girando el cuello como búho para hablar con alguno de ellos, me bastaba con gritar.

Tomamos la ruta de siempre con rumbo a la parte más bonita de Magdalena, el otro lado de la avenida Brasil. Nos encantaba pedalear por ahí, a pesar de ser el mismo distrito se respiraba otro aire, era otro paisaje. Sin ambulantes, mercados, microbuses… Todo era paz, las casas tenían jardines, parques por todos lados, la única bulla se reducía al canto de los pajaritos vespertinos y a las cornetas de los heladeros. Esta avenida era como una frontera, una puerta a otra dimensión.

Cruzábamos la avenida Brasil a la altura de la Botica Venus. Era la avenida más ancha que conocíamos, tenía cuatro carriles. Nos fijábamos bien antes de cruzar, el primer carril era para autos que venían del Centro de Lima, luego venía un carril doble para microbuses. El más peligroso. Y por último, otro carril para autos que se dirigían hacia el Centro.

—¡Empezamos! —gritó Peter—.

Confieso que no me gustaba para nada la idea y me alegraba más que nunca ser el último de la fila.
Avanzábamos con cautela, como cazadores en safari. Mientras Peter y Pancho peinaban cada cuadra buscando a su primera víctima yo les rogaba a todos los Santos que ninguna infortunada se cruzara en nuestro camino.
Esquina de Inclán con Gonzales Prada, la casa de mis tíos Eduardo, Libia y Griselda; tres hermanos que nunca se llevaron bien pero que terminaron viviendo juntos en complicidad con su vejez. Como siempre, mi tío Eduardo regando sus plantas en pantuflas, pantalón y guayabera; acompañado de su interminable cigarrito de media tarde.

—¡Hola tío!

La manguera cambia de mano y el padrino de mi papá me saluda como de costumbre, la mano en alto y una rápida sonrisa.

Llegamos al muro de ladrillos del manicomio. Unas cuantas cuadras a la izquierda y luego a la derecha rumbo a nuestras fechorías.

Peter y Pancho conversaban entre ellos, yo pedaleaba feliz disfrutando de la tarde con la confianza plena en que los Santos me librarían de la penosa y patética hazaña.

Sin darnos cuenta estábamos al otro lado de la avenida Salaverry, que ya era otro distrito. Esta parte de San Isidro es muy parecida a Magdalena del otro lado de la avenida Brasil; mismo tipo de casas, muchos árboles y casas bonitas.

Peter levanta la mano cerca de una bocacalle. El escuadrón de mañosos se detiene (mi corazón también). Poco a poco nos acercamos a nuestro Américo Vespucio para darnos cuenta de que era una falsa alarma.

—¡Shhhhhhh! Miren

Era, efectivamente, una empleada, pero ya bordeaba los cincuenta y tantos años y tranquilamente podría ser nuestra abuela.

Luego de esto, las calles estuvieron más vacías que nunca. Nos detuvimos a descansar en un parque sin nombre donde me encontré una moneda de un sol y donde decidimos darle fin al “juego” y volver a nuestras casas porque ya era un poco tarde.

Íbamos más relajados, siempre que vas de San Isidro hacia Magdalena es como que de bajada, no tienes que esforzarte mucho pedaleando. El sol ya empezaba su descenso y los tonos anaranjados empezaban a teñir el cielo. Creo que mis Santos invocados estaban muy concentrados en la puesta de sol, porque de repente, aparecieron dos guapas chicas de aproximadamente dieciocho años cruzando la pista en diagonal, dándonos la espalda y con el apuro de un perezoso de la selva.

Peter se encorvó más que nunca sobre su BMX y volteó a hacernos unas explícitas señales de lo que iba a hacer, iba a atacar a la chica más alta, la de la derecha. Estábamos a unos treinta metros de las víctimas. Los tres volteamos a ver si venían autos. Ni uno, maldita sea. Pancho, con señas, me indicó que nosotros allanaríamos a la más gordita. Como si esto hubiese sido ensayado un millón de veces, como una jugada de laboratorio; los tres empezamos a tomar velocidad. Yo pedaleaba sin respirar, mis piernas temblaban. Peter mantuvo su flanco derecho, sorprendió a la primera y la hizo saltar y dar un fuerte grito. Mientras tanto y a pocos metros, Pancho había elegido ubicarse a la izquierda sorprendiendo a la gordita, que más que una buena metida de mano, lo que recibió fue una tremenda palmada en la nalga izquierda. Pirueta que casi le cuesta una soberana caída a nuestro pequeño piloto. Yo, pedaleando sin querer y filmando la escena como corresponsal de guerra, me mantuve al medio de la pista. Craso error. Porque, por ser el último, quedé casi a merced de ellas. La chica alta, ahora con los pies en la tierra y con los pelos de punta, gritaba aterrorizada cogiéndose el pecho como si le hubiésemos querido agarrar las tetas. Mientras que la gordita, que fácilmente habría clasificado a las Olimpiadas, empezó a correr detrás de mí. Y fue allí donde realmente me di cuenta que yo era el que corría peligro; los otros dos habían doblado en la esquina y se alejaban de la escena del crimen. Me encorvé como Peter y pedaleé como nunca, aunque mis piernas se negaban a hacerlo. Esto debió haber durado unos pocos segundos, pero que realmente parecieron una eternidad. Y cuando estaba quitándole la clasificación a Barcelona, la gordita trató de jalar mi polo; y de una cóncava posición, pasé a la más incómoda y convexa postura, evitando así el zarpazo final del oso. Doblé la esquina y por fin respiré y pedaleé más que nunca; me temblaban las piernas, los brazos, las manos… Miré hacia atrás y la chica volvía a reunirse con la otra víctima.

Como experta banda de pirañitas, dimos una vuelta aquí, allá, más allá y las dimos por perdidas. Llegamos a una bodega y decidimos calmar la sed con la moneda que me había encontrado. Aún seguíamos sentados sobre nuestras bicicletas.

—¡Puta madre, vieron cómo la levanté! ¡Ja, ja!

 —¡Sí! ¡Y la gordita casi hace que me saque la mierda! —añadió Panchito—.

—Casi me agarran —dije— Estuve así de cerca de que me alcancen...

—¡No pues, Chubi! Cómo una hembrita, a pie, te va a ganar en carrera si tú vas en bicicleta.

—Esta bici es muy lenta, con las de ustedes es fácil pues. Ya, ¿qué compro? Inca, Pepsi o Guaraná.

Lo único que escuchamos fue un motor de Volkswagen acercarse. Era un escarabajo de color verde con dos manganzones adelante y las dos ultrajadas atrás. Casi se detuvo frente a nosotros.

—¡¡¡Ellos son!!! —gritaron las agraviadas—.

Como delincuentes y por puro instinto, giramos sobre nuestros ejes para huir contra el tráfico.

— ¡Nos encontramos en la casa abandonada, cada uno baila con su pañuelo! —gritó Peter—.

Cada uno tomó una ruta distinta, era como una pesadilla, el maldito carro verde aparecía en cada esquina, obligándome a cambiar de ruta una y otra vez. Parecía que la persecución sólo era para mí. Lo único que tenía claro era que mis piernas no se debían detener. Saltaba veredas, cruzaba pistas casi sin mirar, mi brújula interna trataba de guiarme hacia Magdalena. Por fin creí haberlos perdido cuando escuché un grito más.

—¡Quédate ahí, huevón, no te muevas!

Era el Volkswagen verde, estaba a una cuadra de mí. La calle donde estaba yo, terminaba en la avenida Salaverry. El auto empezó a avanzar hacia mí. Me bajé de la bicicleta, mis piernas no respondían. Sólo me quedaba correr. Estuve a punto de dejar mi bicicleta en medio de la pista y correr como loco hacia mi casa. Lo que hice fue correr sujetando el timón de mi “motocicleta”, salté los muritos de la berma central, crucé la ciclovía y llegué al otro lado. Volteé a ver qué sucedía al frente. El auto se detuvo porque no había pase. La puerta del chofer se abrió. Me subí a la bicicleta y como boxeador, utilicé mi segundo aire para perderme entre las calles que conocía como la palma de mi mano. Estoy seguro de que si el matón se hubiese bajado a perseguirme, me habría alcanzado de todas maneras. Pero, gracias a Dios y a mis Santos, optó por buscar una entrada donde doblar en “U”. Tonto el chofer, pues me dio el tiempo necesario para perderme en mi jungla, ahora yo estaba de local. Pedaleaba por inercia y con miedo, sentía que en la siguiente esquina aparecería mi pesadilla verde y me golpearían hasta el cansancio por cómplice, por mañoso y por cojudo.
Fui el último en llegar a la casa abandonada. No, no se imaginen la típica casa antigua con árboles secos y paredes sucias. Era más bien la casa más moderna de la calle de mi tío Eduardo, sólo que por no sé qué asuntos legales no podía ser habitada por nadie. Allí encontré al resto de la banda inventando su versión y su respectiva persecución.

—¡Chubi! ¿Dónde estabas?

—La que te perdiste… A mí y a Peter nos han perseguido como en una película, aunque nunca nos cruzamos, claro…

—Me imagino… de la que se salvaron. Ya es tarde, muchachos. ¿Nos vamos?

(Gustavo gamboa gonzales (tulito), relato publicado el día 26-06-2005 en La Pagina de los Cuentos)

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